La señora entró en el
despacho. Era una estancia amplia, con una decoración austera pero
elegante, y unos amplios ventanales que iluminaban cada rincón. Al
fondo, de pie y con un elegante frac, esperaba el anfitrión entre
nervioso y feliz. No era la primera vez que se veían, aunque era la
primera que lo hacían a iniciativa suya, casi siempre había sido
ella la que, sin avisar, aparecía en su vida, y esa estrecha y
antigua relación le producía una sensación de orgullo y poder.
Ella se acercó muy
despacio, segura de sí misma. Él no se atrevió a moverse, los pies
los tenía clavados en el suelo, la belleza de la mujer le imponía.
Al final, dio un paso y se postró ante ella, quien le puso una mano
en la cabeza y le dijo con voz suave y serena, “me has llamado”.
Se acercaron a un
tresillo que había junto a uno de los enormes ventanales que daba a unos jardines bien cuidados, se sentaron en piezas separadas y mirándose
a los ojos dijo él: “esto no está bien y me da vergüenza”, y
ella, haciendo un gesto para que no continuase, dijo “no, no está
bien”. Hubo un largo silencio en el que él apartó la mirada
avergonzado. Al cabo de un rato, cogiendo aire, insistió “me
avergüenza lo que quiero de ti, pero en tus manos está hacerme
el hombre más feliz del mundo o el más desdichado”, y ella,
serena y conocedora de las debilidades de los hombres, susurró “te
escucho”. “No sé si mi pasado, el daño que he podido hacer a
otras gentes pudiera influir en tu decisión”, dijo el caballero, a
lo que la señora respondió “todos tenemos un pasado, yo hace años
visitaba casas menos lujosas y los hombres con los que me relacionaba
no eran tan amables como ahora”. Por fin, el hombre, mirando tembloroso a ese ser maravilloso que le trastornaba, se arrodilló, sacó
una pequeña caja de su bolsillo y mostrándole su contenido dijo
“esto es tuyo a cambio de mi vida junto a ti”.
Ella aceptó la medalla y
él, pobre ingenuo, creyó ganar la salvación eterna.
(Concesión a la Virgen María del Amor de la Medalla de Oro al Mérito Policial)
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