domingo, 13 de marzo de 2011

Los leones de Cibeles

Muy relacionado con Baco, del que hablamos hace unos días, está Cibeles, posiblemente la iniciadora de sus hábitos (si son buenos o malos lo dejamos a la interpretación del lector) llamados rituales orgiásticos y le proporcionó los instrumentos con los que siempre aparece Baco: flauta, tambor, platillos, castañuelas y el tirso. Hoy vamos a dedicar las siguientes líneas a esos dos personajes que tiran del carro y que todo el mundo conoce como los leones de Cibeles, sin acordarse de su nombre original, sin saber que fueron personajes importantes y que, por su amor, desenfreno y mala cabeza, sufren un castigo excesivo.

Como introducción, simplemente aclarar que Atalanta tuvo una infancia muy complicada: su padre la abandonó en mitad del monte porque sólo quería tener varones, siendo amamantada por una osa hasta que la recogieron unos cazadores. Poco después, ya adulta, tras dar muerte a dos centauros que querían violarla (Hileo  y Reco), vuelve a casa no sin algún que otro sobresalto. Y así transcurre su vida hasta…

Comenzaremos la historia en el momento en que Atalanta pregunta al oráculo sobre su futuro esposo. Aquél le contesta: “No lo necesitas Atalanta. Huye de tener esposo. Con todo, no huirás y, viva, te verás privada de ti misma”. Ante el panorama que se le avecinaba, la chica se acojona y decide vivir soltera y sola en la vida. A pesar de esta decisión dice (licencia del redactor) “vale, vivo soltera, pero por qué no puedo divertirme”, y se inventa un juego aprovechando algunas dotes con los que la naturaleza la había dotado: quien fuese capaz de vencerla corriendo se casaría con ella, y quien no lo consiguiera moriría. El caso es que no sé si por el morbo de la competición, porque estaba muy buena o porque los hombres somos así de gilopollas, los tipos acudieron en masa, para encontrar esposa o morir, como las abejas a la miel; por supuesto, de la misma manera que acudían, perdían la carrera y la vida.

En mitad de una de estas carreras, Hipómenes, descendiente de Neptuno, pasaba por allí e hizo lo que todos habríamos hecho: descojonarse de los insensatos competidores, pero al darse cuenta del premio, dirigiéndose a los pobres tontos, les dijo: “Perdonadme vosotros a los que culpé hace poco. No conocía el premio que pretendíais” y, como otro imbécil, se puso a la cola para competir. La guapetona, al verle tan jovencito, tierno y decidido, empezó a sentir algo por dentro, incluso se arrepintió del juego que se había inventado y pensó que si no fuera por lo que le había dicho el oráculo, él sería el hombre con el que querría compartir el resto de su vida. Y tal fue el impacto que Hipómenes dejó de pensar en la muerte y ella en la carrera y los dos soñaban con el otro (esto me está quedando tan tierno como empalagoso); y como la obra tenía que seguir, y ella en silencio no quería vencer a su chico, le dijo que no quería competir con él para que no sufriese el castigo de la muerte. Hipómenes, que quería conseguir a su amada a toda costa, tuvo que recordar a los presentes que era descendiente de Neptuno y que, por lo tanto, cualquiera tendría que sentirse orgulloso de competir contra él, no admitiendo que Atalanta rechazara la carrera.

El caso es que al final compitieron. Él, para asegurarse la victoria, pidió ayuda a Venus, quien le proporcionó tres manzanas de oro que fue tirando a lo largo de la carrera y que ella fue recogiendo (no sabemos si para dejarse ganar o por alguna otra razón), y claro, con tanta pérdida de tiempo, ganó Hipómenes, tal y como deseaban los dos.

Nada más terminar la carrera tuvo lugar la boda y, como dos tortolitos en busca del nido donde despojarse de su pudor, salieron corriendo del lugar.

Con el entusiasmo, Hipómenes se olvidó de agradecer la ayuda de Venus y ésta se cabreó. Como ya sabemos, los dioses son bastante rencorosos y la diosa decidió vengarse por el olvido. Al pasar la pareja de enamorados por el templo de Cibeles decidieron que era un buen lugar para demostrarse lo mucho que se amaban, y allí, en una pequeña capilla, profanando el templo, consumaron su amor y Venus aprovechó la ocasión para consumar su venganza. Pensando que era poco castigo la muerte, los convirtió en leones para que tiraran eternamente del carro de Cibeles. Bueno, ese es el castigo que pensó en su momento, pero Venus no sabía que a los pobres chicos les esperaba un tormento peor: tener que padecer los actos de celebración de un equipo de fútbol que, afortunadamente para los castigados, se produce de tarde en tarde.

Brindo por la paz de Hipómenes y Atalanta y que nunca se vean incomodados en su tranquilidad.
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* Varios de los dioses griegos fueron asimilados por los romanos, en muchos casos simplemente cambiándoles el nombre. Afrodita-Venus, Zeus-Júpiter, Poseidón-Neptuno,… Por lo tanto, dependiendo del autor, en unos casos se adoptan los nombres griegos y en otros romanos.

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