viernes, 2 de septiembre de 2011

En defensa de los toros

Verano y fiestas es un binomio que no se puede separar. Sólo en el mes de agosto posiblemente se celebren más fiestas patronales que durante los once meses restantes del año. Y en las fiestas ya se sabe, juerga, bebida, charanga, desmadre de todo tipo y… toros, muchos toros.

Seguro que todo es producto de mi ignorancia, de que no me enseñaron de pequeño a admirar el “arte” de los toros. El hecho de que mi familia no me llevara nunca a ver una corrida limita mucho mi capacidad para comprender lo que sólo los entendidos pueden ver, y más teniendo en cuenta que para mí las plazas de toros son el lugar donde se celebran algunos conciertos y poco más.

Dicho lo anterior casi tendría que dar por terminado este post, pero no quiero dejar de apuntar algunas cosas que me llaman poderosamente la atención. Eso sí, con mucho respeto y con la intención de ser constructivo.

Lo primero que me sorprende es la denominación de “fiesta de los toros”. Creo que sería conveniente cambiar el nombre para evitar confusiones y que algún toro despistado asistiera a una de esas partys y se encontrara con que la fiesta es de todos menos suya. Porque menuda fiesta que se corren los animales, no hay nada más que ver cómo se divierten y terminan todos por el suelo de tanto alcohol y desenfreno. Y eso que no dejan entrar vacas, porque entonces me iba yo a reír de las fiestas de Hugh Hefner, el propietario de Playboy. Y si les dejasen a dos o tres toreros como Dios los trajo al mundo, que es como ellos, los toros,  salen a la plaza, la fiesta sería completa.

Otra cuestión importante y que no termino de pillar es la puesta en escena. Toreros, banderilleros y picadores haciendo el paseíllo, cual gladiadores que van a dar su vida por el César, embutidos en unos trajes que espero que sean menos incómodos que “originales”, marcando paquete como si fuesen a vender salchichón a la plaza del mercado. Como en el caso anterior, habría que darle una vuelta y hacer algo más apropiado y acorde con los tiempos. Se me ocurren muchas ideas pero no quiero quitar protagonismo a los diseñadores, que ellos son los que saben.

Luego está la altanería que muestra el torero ante el toro, como si éste le hubiese hecho algo, con esos gritos para que le escuche, en lugar de pedírselo por favor, que es como se han de pedir las cosas, y total para que embista cuando lo que realmente le apetece al animal es irse a pastar al campo y no tener que defenderse de nadie; y esas poses, que parece que se van a romper. Pero todo esto debe de ser cosa de los puristas, los que mantienen las tradiciones y buenas prácticas, que son muy suyos y no admiten familiaridades entre toro y torero, que pueden cogerse cariño y luego no hay manera de cuajar una buena faena.

Y para terminar, es gratificante la compasión que muestra algunos aficionados ante el animal cuando el torero no acierta a matarlo a la primera y le tiene que dar varias estocadas. “Pobre toro”, he oído en alguna ocasión; eso después de que el picador le haya clavado la puya unas cuantas veces, y de que le hayan puesto seis banderillas con forma de arpón. Esta compasión es tan loable como la defensa que hacen del animal los que alegan que si no fuera por el espectáculo el toro desaparecería.

Podría apuntar otras cosas que no entiendo de este mundo de los toros, pero con ello sólo conseguiría reafirmar públicamente una ignorancia que pienso seguir cultivando.

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