lunes, 19 de septiembre de 2011

Pena de muerte

Estos días, con motivo de un viaje a Dublín, además de acreditarme como embajador de la cerveza y autoridad en garitos de bien vivir, tuve la oportunidad de visitar la cárcel-museo de Kilmainham Gaol, donde murieron ejecutados innumerables dirigentes irlandeses, además de muchos más delincuentes comunes, durante los años en que Irlanda estuvo dominada por la corona Británica. Durante el recorrido se pedía a los asistentes que quisieran participar que pulsaran un botón indicando si estaban a favor o en contra de la pena de muerte. Aunque el dato no tiene ninguna base concluyente, sí me llamó la atención que después de más de cincuenta mil respuestas, el resultado apenas daba una diferencia de dos mil votos a favor de la abolición de la pena de muerte.

En España, lo recuerdo por  una simple cuestión de edad (yo ya llevaba dos años trabajando), en septiembre de 1975, apenas dos meses antes de morir el dictador, fueron ejecutadas las últimas cinco personas que sufrieron la pena de muerte. Y también recuerdo cómo en todo el mundo, ante esta aberración, se levantaron voces de protesta, llegando varios países a pedir la expulsión de España de la ONU e incluso Pablo VI a pedir clemencia para los condenados. Por supuesto, salvo algunos franquistas, no todos, entonces nadie en España defendía esta deleznable forma de de impartir justicia.

Pero los tiempos cambian, y desde hace ya algunos años hay quien viene demandando la pena de muerte para actos de terrorismo, y también hay quien se anima a pedir la pena de muerte para los violadores. Por supuesto, como de lo que se trata es de sentirnos seguros, también hay quien defiende este castigo para los delincuentes con delitos de sangre. Y poco a poco, sin el más mínimo complejo, vamos llenando el saco de los “beneficiarios” de esta pena, no estando muy lejos el día en que incluyamos en la nómina a los vecinos que nos molestan o a los que se salten el semáforo en ámbar. Algo así como proponía el filósofo Gustavo Bueno, en sus “Diez propuestas desde la parte de España, para el próximo Milenio” (en el que ya estamos): “Implantación de la eutanasia para asesinos convictos y confesos de crímenes horrendos”. Maravilloso mandamiento en el que bajo el paraguas de crimen horrendo cabe todo lo que no nos guste de los demás. Para suavizar el término, a este tipo de venganza, este famoso e ilustre tertuliano de las primeras épocas de Gran Hermano, la llamó “eutanasia procesal”.

Qué pena. En lugar de reconocer que cada asesinato o acto delictivo es un fracaso de nuestra sociedad, nos dedicamos a pedir la eliminación de todo lo que pueda enturbiar nuestra paz, nuestra tranquilidad, y desde nuestro interior, sin atrevernos a decirlo en voz alta, pedimos que desaparezcan esos elementos que nos perturban, sin importarnos cómo ni de qué manera, como aquel “teníamos un problema y lo hemos resuelto”, que pronunció el más cercano a nosotros del trío de las Azores.

Sin duda, cualquier tiempo pasado no tiene por qué ser mejor, y España ha sufrido una inmensa transformación que nos ha hecho, salvando estos últimos años, tener una calidad de vida infinitamente mejor de la que se podía disfrutar en aquel lejano 1975. Lo que pasa es que a cambio de esta aparente y en todo caso frágil confortabilidad, o para que no nos la quiten ahora que nos hemos acostumbrado, hemos ido renunciando a unos principios (ya casi no nos quedan), como el derecho a la vida, que creímos inamovibles. Tal vez, si apostamos más por la educación, en su sentido más amplio de conocimiento y de valores, llegará un día en que la pena de muerte pueda llegar a ser cosa del pasado.

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