Que nuestra constitución está en fase terminal parece un hecho cierto.
Llevamos manteniéndola con tratamientos paliativos desde hace años y no nos
atrevemos a realizar ninguna intervención por si se nos muere en la mesa de
operaciones. Casi cuarenta años nos separan de aquel mes de diciembre de 1978
cuando fue aprobada. Dese entonces solo se ha modificado en dos ocasiones: la
primera por imperativo del Tratado de Maastricht, para ceder soberanía a
Europa; y la segunda para modificar el artículo 135, por imperativo de los
mercados que necesitaban garantizarse la parte de nuestro sudor que les correspondía
por derecho propio. En ambos casos, la modificación se realizó con nocturnidad
y alevosía y, según los responsables, por razones de estado.
Recordemos que la Constitución nació tras un parto complicado. Acababa
de morir el dictador y el relevo, con un ejército fiel a la cruzada, se antojaba
complicada. Entonces se discutió sobre si era mejor la “transición” o la “ruptura”;
se optó por la primera opción, que era la menos molesta, y desde entonces
seguimos padeciendo sus consecuencias: los herederos ideológicos siguieron
enarbolando sus banderas, recibiendo subvenciones públicas, haciendo apología
de la dictadura; y sus herederos directos gozando de un extenso patrimonio, de
cuyo origen nadie se ha preocupado.
Pero no hay marcha atrás. A pesar de todo, la Constitución ha aguantado el paso del tiempo con dignidad, aunque hace tiempo le llegó la hora de renovarla. Ya no se trata de hacer algún trasplante pensando en alargarle la vida un tiempo de forma artificial, hay que dejar que muera con dignidad, agradecerle los servicios prestados, y parir otra Constitución donde todos nos sintamos amparados y cómodos. No podemos seguir retorciendo su articulado una y otra vez hasta hacer que su estructura ya no aguante tanto peso y termine derrumbándose.
El sistema electoral, el papel del Senado, las autonomías, la forma de
estado, la justicia o el propio sistema de modificación de la Constitución, tan
fácil para algunos casos y tan rígida para otros, son solo algunas de las
reformas pendientes.
Algunos pensarán que con otro texto nada hubiese cambiado el triste panorama
actual. Yo estoy seguro de que sí, pero ha faltado valentía, generosidad y visión de futuro.
Qué típico lo de "Virgencita, virgencita, que me quede como estoy", o aquel que dice "Más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer"... Y así, el miedo ha gobernado el espíritu de quienes pueden (y quieren)cambiar las cosas. Tanto los que tienen cargo, como el vecino de enfrente, e incluso una servidora.
ResponderEliminarYa es hora de dar un paso adelante, decir pública y abiertamente la palabra prohibida, dejar atrás el miedo, y confiar en nuestro grandísimo potencial.