Habitaba cerca del
Olimpo un sátiro, y era el viejo rey de la selva. Los dioses le
habían dicho; “goza, el bosque es tuyo; sé un feliz bribón,
persigue ninfas y suena tu flauta”. El sátiro se divertía.
Así empieza Rubén Darío su cuento “El sátiro sordo”.
Debieron ser tiempos
felices aquellos en los que los seres que habitaban la tierra
convivían en armonía con sus dioses. Aquéllos respetaban a sus
deidades y las deidades, a veces... hacían concesiones a sus
criaturas. Aunque con algún sobresalto, también los dioses vivían
en paz en el Olimpo, sin pretender más cotas de poder que sus
parientes, equilibrando con los actos de unos los poderes de los
demás. Incluso la existencia de otros dioses no molestaba a los
olímpicos, al fin y al cabo era un mercado libre en el que cada dios
tenía que ganarse su clientela obrando las mejores obras.
Y así pasó el tiempo
entre los humanos hasta el punto de que algún filósofo pretendió
que el destino del hombre era la felicidad. Ingenuo. Llegó un nuevo
dios que pretendió la exclusividad. Y con él sus seguidores. La
felicidad fue desterrada y considerada como un pecado. Contigo,
Jesús, qué placentero es el dolor y que luminosa la oscuridad,
dice Escrivá de Balaguer en “Camino”, todo un ejemplo para sus acólitos. Debió de aprender de sus antecesores: dicen que San Benito, se
revolcaba por las matas de ortigas; Santa Teresa se mortificaba con
azotes y se revolcaba desnuda sobre las espinas; Santo Domingo se
azotaba todas las noches con un látigo que terminaba en tres pinchos
de hierro; Enrique Suso, místico alemán, se grabó el nombre de
Jesús en el pecho y siempre llevaba una cruz clavada en la espalda;
Elsbeth von Oye, monja alemana, dicen las malas lenguas que “se
disciplinaba con tanta violencia que la sangre salpicaba a los que
estaban presentes en la capilla”;... Menudos ejemplos, ¡¡¡pero
si estaban todos para encerrarlos y tirar la llave al río!!!
Vivir para ver. Que los descendientes de estos chalados sean los que quieren enseñarnos a vivir en sociedad, los que quieren intervenir en la educación de nuestros hijos, en nuestra relación de pareja o en nuestra moral, es para echarse a llorar, o a reír, no sé.
Qué envidia me da el sátiro, que tenía buenos dioses que cuidaban de él y no le pedían su sangre cada mañana ni le sermoneaban cada noche.
Qué envidia me da el sátiro, que tenía buenos dioses que cuidaban de él y no le pedían su sangre cada mañana ni le sermoneaban cada noche.
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