En la
película “Los papeles del Pentágono”, el periodista Ben Bagdikian (Bob
Odenkirk), en uno de los momentos culminantes de la historia, llega a la
redacción y le deja a su jefe (Tom Hanks) una bolsa llena de periódicos, al
tiempo que le dice algo así como “Siempre quise ser protagonista de una
revolución”. Creo que no hay nadie que de una u otra manera no haya pensado algo
parecido: pasar a la historia por una buena causa y que todos te recuerden con el paso del tiempo. Nadie en su sano
juicio dejaría pasar la oportunidad de convertirse en el protagonista de
cualquier revolución; es como un imán que nos atrae, nos ilusiona, nos hace
perder la cabeza y, supongo, nos impide discernir el bien del mal, el objetivo
noble del espurio.
El problema
es que las revoluciones son caprichosas y nunca escriben su final por adelantado,
de ahí que las causas más nobles puedan terminar en patochadas (RAE: disparate,
despropósito), y los héroes de hoy puedan ser, incluso para los mismos ojos de
los que los enaltecieron, los villanos de mañana. Pero si difícil es saber el
grado de nobleza de la causa que abrazamos, no menos difícil es saber el papel
que queremos jugar en cada caso. Muchas buenas historias se han perdido por
una mala elección de los actores o por una sobreactuación de los protagonistas.
El
periodista Ben Bagdikian podrá contar a sus nietos la revolución en la que
participó: acertó en la causa, creyó en ella y la historia le recompensó.
Otros, que se aprovecharon de la ilusión de mucha
gente, con el tiempo se avergonzarán de su intento de pasar a la historia:
nunca hubo historia y nunca creyeron en ella. “Esto se ha acabado” suele ser el
mensaje final.
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