Estos días se han
cumplido setenta y cinco años de la llegada del primer barco cargado
con exiliados españoles a Méjico. Al “Sinaia” le siguieron
otros muchos, barcos grandes y pequeños, que fueron sembrando medio
mundo de españoles, de gente que tuvo que salir de su país por
defenderla. La cara de esta historia la tenemos en el general
Cárdenas, presidente de Méjico, al que nunca podremos agradecer
todo lo que hizo acogiendo con los brazos abiertos a los republicanos
que llegaron a sus costas. La cruz fue Francia, que trató a sus
vecinos como escoria a la que hacinó en campos de concentración y
de la que luego se aprovechó para liberar a su país de Hitler.
Con esta noticia me
acuerdo de todos esos inmigrantes, sin papeles los llamamos, que
salen de su tierra huyendo de la guerra o simplemente buscando una
oportunidad para sobrevivir. Lástima que tengamos una memoria tan
frágil. Lástima que no haya más presidentes cómo Cárdenas que
antepongan la dignidad de las personas a la macroeconomía.
Con esta conmemoración
también me acuerdo de algunos pasajes de “Confiero que he vivido”,
de Pablo Neruda, cuando habla del “Winipeg”, un barco que compró
el gobierno español en el exilio para llevar a españoles a Chile y
que solo con la insistencia de Negrín, del poeta y del ministro de
Exteriores chileno, al que le costó el puesto, pudo cumplir su
misión.
La historia, sobre todo
en España, es selectiva y nos empeñamos en no contar lo que no nos
gusta, pero en este caso, al menos para ser agradecidos, deberíamos
no olvidar.
Cuenta Pablo Neruda en
sus memorias que Pedro Garfias, poeta andaluz, estando exiliado en
Escocia, cada noche iba a la taberna del pueblo, melancólico, sin
hablar con nadie porque no hablaba inglés. Tantas fueron las visitas de Garfias
que el dueño de la taberna le invitó una noche a quedarse después
de cerrar y luego las demás. Los dos hablaban cada noche, el poeta le contaba cosas de su patria y el tabernero,
posiblemente, de cómo le había abandonado su mujer. Con el tiempo
Garfias le mencionó esta historia a Neruda y éste le interrogó por el
idioma en el que se entendían. Garfias le dijo: “Nunca entendí
una palabra, Pablo, pero cuando lo escuchaba tuve siempre la
sensación, la certeza de comprenderlo. Y cuando yo hablaba, estaba
seguro de que él también me comprendía a mí”.
A Cárdenas, a Neruda, al ministro chileno, al tabernero, y al resto de buenas personas que tanto hicieron por los nuestros, muchas gracias.
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