Por una vez habrá que darle la
razón a Rubalcaba: en España se entierra muy bien. Ya lo vimos con Suárez hace
muy poco, cuando los mismos que le enterraron en vida, a su muerte lo auparon
como ídolo de futuras generaciones. Con el rey pasa lo mismo, hace bien poco
era un personaje esperpéntico, una caricatura de lo que algunos querían que
fuese, y ahora, con su renuncia, lo idolatramos como si fuese una mezcla de
Cicerón, por su elocuencia, de Guerrero del Antifaz, por su amor a España, y de
Oráculo de Delfos, por su capacidad para ver lo que los demás no vemos. Todo un
superhéroe al que algunos no terminamos de ver. Para completar el círculo solo
falta que a Enrique López, el magistrado que ha dimitido por unas copillas de
más, le hagan hermano mayor de la cofradía del vino de la rioja y le saquen en
procesión todos los años al final de la vendimia. No sé si enterramos bien,
pero nadie nos puede reprochar que no seamos agradecidos.
Pero volviendo al asunto de moda,
estos días he oído decir que Juan Carlos ha sido el rey que nos devolvió la
democracia. No hace falta ser historiador para saber que eso es una absoluta y
solemne estupidez, más propia de esperanzados receptores de la gracia regia que
de reflexivos pensadores por los que pretenden pasar. El rey fue llamado a la
diestra del dictador y allí estuvo hasta la muerte de éste, sin que en ningún
momento se ruborizase al estar en tan indigna compañía. Tal vez fue éste el
origen de su afición por las reales y peligrosas amistades con las que tanto le
gusta lucirse. Luego, por el juego de la política, los intereses, las
diferentes sensibilidades y otros azares, fueron los mismos demócratas que en
su mayoría habían combatido a su mentor los que le acogieron entre sus brazos,
le protegieron y le sentaron en un trono hecho a su medida. No fue él quien nos
trajo la democracia, fue la democracia quien le salvó de su pasado y de un
futuro incierto. Es él quien tiene que dar gracias porque en España triunfó la
transición, esa institución que ha envejecido tan mal como él y que impidió
romper con el franquismo y con los franquistas reconvertidos que ahora dan
lecciones de urbanidad desde los púlpitos y desde las instituciones.
Ahora el rey se va, pero lo hará
sin irse del todo y seguirá queriendo dirigir en la sombra a sus cachorros; se
le asignará un sueldo, un despacho, un servicio, unos honores y podrá dedicarse
a lo que realmente le gusta (que prefiero no saber) sin tener que rendir
cuentas a nadie, como hasta ahora. Y mientras, seguiremos predicando las
bondades de la Constitución, la misma que dice que todos somos iguales ante la
ley y que todos tenemos los mismos derechos, la misma que proclama la laicidad
del Estado, la misma a la que se recurre o se ignora según sople el viento. Y seguiremos
hablando de modernidad, cuando soportamos, financiamos y rendimos pleitesía a
una institución arcaica, más propia del medievo que del siglo XXI. Y aunque nos
pese, seguiremos sin ser iguales, porque hay una familia para la que ley es
mejor que la mía, aunque no sea más honrada, y seguiremos sin saber lo que nos
cuesta el rey y su familia porque posiblemente nos escandalizaríamos, y
seguiremos siendo el país exótico que tenía un rey campechano al que todos ríen
las gracias, o un país con un rey muy preparado, casi tanto como los miles de
jóvenes que se han tenido que ir fuera de España porque no tienen un padre al
que heredar el puesto de trabajo.
Y para rematar, y como ejemplo de
lo que somos y de lo que no debemos ser, dentro de unos días asistiremos, no
sin cierta vergüenza, a la misa que se oficiará con motivo de la coronación del
nuevo rey, un ejemplo más del uso torticero e interesado que se hace de la
Constitución, esa que proclama el laicismo del Estado, la misma que apenas unas
horas antes Felipe VI habrá jurado fidelidad y que con este acto estará
incumpliendo. Y para que el espectáculo sea completo, y si dios no lo remedia,
la misa de Estado del Estado laico la oficiará Rouco. !País¡
Y dicen que hay quien quiere
abolir la monarquía, ¿dónde hay que firmar?
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