domingo, 30 de marzo de 2014

La memoria de “Las tres bodas de Manolita”

Posiblemente llegará un día en el que la ciencia sea capaz de hacer un borrado selectivo de nuestra memoria, algo así como en la película “Acuérdate de mí”, de Michel Gondry. La faena que nos hizo un amigo, aquella época que tan mal lo pasamos por culpa de un desengaño amoroso, esas vacaciones que resultaron un desastre por culpa del cuñado al que dejamos acompañarnos, son algunas de las cosas que a todos nos gustaría borrar de nuestra memoria. Viviríamos más felices y no guardaríamos rencor a ningún amigo, amante o pariente.

Aunque la ciencia todavía no ha llegado tan lejos, hay quienes, de forma un poco rudimentaria, ya están poniendo las bases para garantizarnos nuestro bienestar, alejándonos de lo que nos puede hacer daño, mediante técnicas parecidas a la del Dr. Howard Mierzwiak de la película, que inventó un aparato para tal fin. En la realidad, la de hoy, el gobierno se empeña en borrarnos los malos recuerdos, en este caso mediante el olvido de la memoria histórica, dejando sin presupuesto la Ley o mediante la técnica de “si no se habla no existe”. Por qué empeñarnos en recordar tiempos pasados que solo nos producen angustia, por qué recordar lo que solo nos crea desasosiego. ¡Borremos la historia!, es lo que oyen nuestros gobernantes continuamente en sus sueños o pesadillas, ¡el olvido os hará más felices!.

Mientras la ciencia no llegue a estos niveles de borrados de la memoria, o mientras no se les ocurra a nuestros actuales ministros de la cruz y la porra (Justicia e Interior) llevarnos de excursión al río Lete, donde bebían las almas para olvidar su pasado en la mitología griega antes de reencarnarse, agradezco a Almudena Grandes que nos regale historias tan reales como las que encarnan personajes ficticios (o no) como los de Manolita, Antonio, Silverio, Isabel, Antonio de Hoyos, la Palmera, Eladia o el propio Orejas. La mayoría, protagonistas involuntarios de una de las épocas más negras de nuestra historia, que bien pudieron ser nuestros abuelos, y de los que somos herederos, de los buenos y de los malos. Personas tan cercanas que mientras leía su historia he compartido con ellos sus muchas tristezas y se me han encharcado los ojos con sus escasos momentos de alegría. Incluso compartí con algunos de ellos el susto, la desilusión y la rabia cuando descubrí la identidad de algún “ejemplar servidor del Estado” (cuestión de edad).

Es curioso que los que “ganaron” la guerra o sus representantes en la tierra quieran olvidar y los que la “perdieron” quieran recordar. Es como si los primeros se sintieran avergonzados de su victoria y desearan pasar página sin ni siquiera abrir el libro, y los segundos, pese a ser los perdedores según los libros, fueran los auténticos vencedores. En realidad es así, porque cuando los primeros se empeñan en pedir la equidistancia, en igualar a los unos con los otros, solo tratan de justificar sus vergüenzas y poner al mismo nivel a los verdugos con sus víctimas. Fue una época en la que hubo gente que quiso sobrevivir y gente que se empeñó en hacerlo imposible. Hubo gente, sin más, y hubo mala gente.

La memoria, histórica o selectiva, es mucho más que una ley o un capítulo en un libro, es una cuestión de dignidad, que se tiene o no se tiene, y los que tratan de ocultarla la perdieron hace mucho tiempo.

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