jueves, 27 de marzo de 2014

El espíritu que no nos abandona

Estos días me he quedado entre asombrado y confundido viendo las muestras de cariño de la ciudadanía y de la clase política hacia la figura de Adolfo Suárez. Aunque durante algunos años fue presidente del Gobierno gracias a una amplia mayoría lograda en las urnas, en las elecciones de 1982, ya casi desaparecida la UCD, el CDS, partido liderado por Suárez, consiguió 2 escaños, frente a los 202 del PSOE o los 107 del PP. Un resultado que le hundió en una realidad tan amarga como real, el abandono de todos y el olvido de los demás. Y ahora, más de treinta años después, la gente vuelve a reclamar su figura y sus rivales a admirarle. Es como si nuestro destino estuviese ligado a una transición que nunca se acaba y a la que volvemos una y otra vez. Es como si nuestra memoria fuera pareja a la de Suárez y no recordásemos, para bien o para mal, nuestra responsabilidad en la historia.

Suárez tuvo el enorme mérito de tener la visión histórica que el momento requería. Eran tiempos complicados donde frente a la transición de la que tanto se habla, algunos pedían la ruptura. Se eligió la primera opción por temor a los militares y a las personas que dominaban las instituciones. El franquismo, después de Franco, seguía vivo y siguió por algún tiempo. De haber elegido la ruptura posiblemente nunca se hubiera llegado al grado de consenso al que se llegó y que tanta admiración despierta, aunque también es posible que ahora, con el paso de los años, las heridas que todavía supuran se hubiesen cerrado definitivamente. Seguimos con la transición como en un bucle interminable, siempre comparando lo buenos y jóvenes que fuimos entonces. Aquello pasó, Suárez es historia, y si cabe alguna enseñanza de este arrebato que de repente le ha entrado al personal es que ninguno de los presidentes que le sucedieron ha conseguido mejorar su legado y ganarse un puesto en el corazón de la ciudadanía (al margen de ideologías); todos, desde Calvo Sotelo a Rajoy, serán recordados más por el retrato que cuelgue de alguna pared que por sus méritos.

No es a Suárez a quien la gente ha salido a admirar, sino a lo que representa, a ese viejo fantasma reconvertido en espíritu de la llamada transición que siempre vuelve para escupirnos a la cara nuestras vergüenzas. Ahora reclamamos la altura de aquellos políticos a los que admiramos, como si nosotros no tuviésemos nada que ver. Sí, los políticos han cambiado y posiblemente su perfil sea diferente al de los de la transición, pero dejemos de mirar para otro lado y hagamos examen de conciencia, porque es seguro que nosotros tampoco aguantaríamos la comparación con los ciudadanos de antaño; su compromiso, altruismo y espíritu de lucha y sacrificio nada tiene que ver con el ganado que va a votar cada cuatro años y el resto del tiempo formamos ese rebaño de mayoría silenciosa que tanto gusta a nuestros gobernantes. Nuestra dejadez, nuestro pasotismo, nuestras quejas de taberna es lo que propicia que estén quienes están y les dejemos hacer lo que hacen. Ya está bien de añorar el pasado, seamos nosotros los que cambiemos primero y seamos los protagonistas de la historia.


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