Estos días me he quedado
entre asombrado y confundido viendo las muestras de cariño de la
ciudadanía y de la clase política hacia la figura de Adolfo Suárez.
Aunque durante algunos años fue presidente del Gobierno gracias a
una amplia mayoría lograda en las urnas, en las elecciones de 1982,
ya casi desaparecida la UCD, el CDS, partido liderado por Suárez,
consiguió 2 escaños, frente a los 202 del PSOE o los 107 del PP. Un
resultado que le hundió en una realidad tan amarga como real, el
abandono de todos y el olvido de los demás. Y ahora, más de treinta
años después, la gente vuelve a reclamar su figura y sus rivales a
admirarle. Es como si nuestro destino estuviese ligado a una
transición que nunca se acaba y a la que volvemos una y otra vez. Es
como si nuestra memoria fuera pareja a la de Suárez y no
recordásemos, para bien o para mal, nuestra responsabilidad en la
historia.
Suárez tuvo el enorme
mérito de tener la visión histórica que el momento requería. Eran
tiempos complicados donde frente a la transición de la que tanto se
habla, algunos pedían la ruptura. Se eligió la primera opción por
temor a los militares y a las personas que dominaban las
instituciones. El franquismo, después de Franco, seguía vivo y
siguió por algún tiempo. De haber elegido la ruptura posiblemente
nunca se hubiera llegado al grado de consenso al que se llegó y que
tanta admiración despierta, aunque también es posible que ahora,
con el paso de los años, las heridas que todavía supuran se
hubiesen cerrado definitivamente. Seguimos con la transición como en
un bucle interminable, siempre comparando lo buenos y jóvenes que
fuimos entonces. Aquello pasó, Suárez es historia, y si cabe alguna
enseñanza de este arrebato que de repente le ha entrado al personal
es que ninguno de los presidentes que le sucedieron ha conseguido
mejorar su legado y ganarse un puesto en el corazón de la ciudadanía
(al margen de ideologías); todos, desde Calvo Sotelo a Rajoy, serán
recordados más por el retrato que cuelgue de alguna pared que por
sus méritos.
No es a Suárez a quien
la gente ha salido a admirar, sino a lo que representa, a ese viejo
fantasma reconvertido en espíritu de la llamada transición que
siempre vuelve para escupirnos a la cara nuestras vergüenzas. Ahora
reclamamos la altura de aquellos políticos a los que admiramos, como
si nosotros no tuviésemos nada que ver. Sí, los políticos han
cambiado y posiblemente su perfil sea diferente al de los de la
transición, pero dejemos de mirar para otro lado y hagamos examen de
conciencia, porque es seguro que nosotros tampoco aguantaríamos la
comparación con los ciudadanos de antaño; su compromiso, altruismo
y espíritu de lucha y sacrificio nada tiene que ver con el ganado
que va a votar cada cuatro años y el resto del tiempo formamos ese
rebaño de mayoría silenciosa que tanto gusta a nuestros
gobernantes. Nuestra dejadez, nuestro pasotismo, nuestras quejas de
taberna es lo que propicia que estén quienes están y les dejemos
hacer lo que hacen. Ya está bien de añorar el pasado, seamos
nosotros los que cambiemos primero y seamos los protagonistas de la historia.
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